Una semana. Ya pasó una semana y
no consigo volver de ese viaje. Rebatiría a esas voces que dicen, parece que
fue ayer,… no logró comprenderlo, yo aún no he vuelto. Emprendimos ese viaje con una maleta llena de
miedos e incertidumbre, kilómetros que nos separaban de un lugar donde tal vez
nos sintiéramos extraños, donde nuestra experiencia se sentía insegura y
exaltada. Marcha Real y unas pocas oraciones a Nuestra Madre, sirvieron para
caminar hacia aquel lugar que tanta expectación nos creaba, que durante tantas
tardes y noches habíamos imaginado, aquel sitio que sin saberlo, nos cambiaría todo.
Estaciones pero sin penitencia,
me hicieron ver que no había vuelta atrás, debíamos unir nuestros alientos y
una vez más, ser uno. Ojos expectantes e inquietos que lucubraban, jugaban a
fantasear qué encontrarían allí. Era bonito imaginar, era bonito recuperar la
ilusión antes manchada de pánico. Díez, cinco,…un kilometro, Cartagena. En la
recepción de aquel hotel se agolpaban los jóvenes procedentes de tan diversos
lugares, preciosa estampa que guardo en mi recuerdo. De pronto, los nervios no
fueron solo los nuestros, comenzaron a disiparse con el grupo que aguardaba en esa
entrada, que al igual que nosotros, no sabían que llegarían a encontrarse, no
sabían que tan solo dos días pudieran ser tan grandes.
Prisas en un desayuno que nos
recordaba a cualquier día de Semana Santa antes de salir en una procesión, esta
vez sin hábito, pero con al ánimo de acercar lo que somos a todos los jóvenes
que allí se fueran a reunir. Mesas llenas de estampas y videos, posters y
sonrisas, muchas sonrisas que todos compartían si pedir nada cambio, solo
querían conocerse, solo querían intercambiar esa pasión que vive con ellos cada
día.
Aquellos coloquios preparados
por la organización estuvieron repletos de una veteranía que hablaba con voz
propia, un momento de reflexión y formación que se fundía con el silencio
atento de la sala, tan solo vulnerado por algunos aplausos espontáneos al jerezano
que alentaban a acercarnos sin miedo, sin máscaras, a ser partícipes de esa
enorme familia que nos uníamos en torno a Él, éramos Iglesia. Una familia
humilde y trabajadora, que se entregaba en cada oración, llena de cirineos que cargábamos
cada día con tu Cruz Redentora.
Todos nos buscábamos en las
palabras de aquellos ponentes, todos intentábamos hacerlas nuestras. Pronto caí
en la cuenta de que, como el seminarista murciano, en cierta manera todos
habíamos recibido una vocación desde la Semana Santa, vocaciones destinadas a
servirte de una u otra forma, todas ellas, luz del mundo. Y es que, esa luz
pronto empezó a aparecer entre los participantes, comenzaba a ver como su
brillo crecía en cada uno de ellos, se fundían con la de desconocidos para
iluminar con más fuerza, Tu Palabra cobraba fuerza, Tu Gracia los cautivó.
Te cuento esto, Padre, porque tú
me pusiste aquí, en esta mesa compartida frente a cientos de jóvenes, esperando
mi turno, intentando evaporar mis miedos entre las miradas de atención de los
chicos. Meses de preparación que veían con extrema lejanía lo que había
llegado. Despistada por segundos recordaba como había llegado allí, recordaba
la confianza puesta en mí por tantas personas, añoraba a mi padre que, a
kilómetros de distancia, me recordaba que debía compartir su sueño, ya nuestro
sueño. Imaginaba también a mi madre seguramente rezándote y pidiéndote que me
empujarás, pero que me cuidarás desde cerca. Otros de los míos estaban sentados
en la tercera fila, cuchicheaban con preocupación sin que supieran que los
observaba, pero cuando su mirada se mezclaba con la mía me enviaban una sonrisa
nerviosa de apoyo, todo irá bien Silvia. Mi maestro me guiaba desde el
anfiteatro de la sala, me hablaba con su mirada recordándome que mi momento
había llegado, era la hora de poner voces a esos ocho, de coger un micro
extraño para compartir todo lo que había llevado en mi maleta, repartir toda mi
ilusión y poca experiencia con cada uno de ellos, con un poco de suerte,
llegaría para todos.
Siendo franca no recuerdo
aquella intervención, tampoco los minutos que le siguieron, solo recuerdo aquel
patio lleno de abrazos vehementes, sus besos colmados de gritos de
agradecimiento, un orgullo que inundaba las miradas de los chicos de Palencia,
ellos también habían estado en aquel estrado, no solo entre aquellos papeles y aquellas
fotos, ellos me habían iluminado con su fuerza, ellos ya eran Luz. Una sonrisa
incrédula se tatuó en mi rostro, caminaba conmigo por las calles de la ciudad
romana, en cada paso, en cada encuentro cariñoso, en cada felicitación sin
nombre,… Tal vez ellos te vieron en mí, tal vez ellos cogieron un poco de Tu
Luz que ahora brillaba con tanta fuerza en mis adentros.
Cánticos y palmas en una comida
que nos unía fervientemente, alegría de compartir nuestro entusiasmo, deseo de parar
aquel instante como en esos retratos que se hacían con frecuencia. Intercambio,
comunicación,… aquellas palabras que me repetían desde días atrás, cobraban un
sentido especial junto a ellos, ya echándoles de menos sin haberme ido. Observantes
de aquellas imágenes que nuestros hermanos californios nos enseñaban,
abriéndonos las puertas de su casa con generosidad, lugar donde pude verte
después de una mañana tan repleta de experiencias, tenía tanto que contarte.
Pero es que realmente, aun nos
quedaba mucho por vivir, había llegado el momento de compartirlo contigo, Tú
que fuiste capaz de unirnos a todos alrededor de tu mesa en un ambiente íntimo
y especial, recogimiento que me recordaba al Sepulcro saliendo de la seo
palentina. Incienso que aunaba los colores de nuestras medallas para estar en
cada uno de nosotros de una forma tan sencilla provocándome lágrimas de
emoción, de agradecimiento por poder estar compartiendo aquella Eucaristía
entre hermanos, Padre, entre los que serán amigos.
Pronto llenos de júbilo, llenos
de ti, compartimos aquella cena. Aquella imagen la guardaré durante muchos
años, esas inmensas mesas llenas de personas que sin conocerse hablaban,
compartían su trocito de Semana Santa entre platos, intentando enamorar al
hermano que tuvieran de frente como si de un tonteo quinceañero se tratara.
Porque estábamos viviendo la prueba más fehaciente de que “el amor mataba al
egoísmo” como diría al día siguiente el Obispo de San Sebastian en la clausura
del Encuentro.
No podría cerrar mi pequeña maleta,
me volvía a Palencia llena de regalos a cada cual más especial, metí cada una
de sus risas, guardé la devoción de sus imágenes en cada una de esas estampas
junto a la ilusión de sus miradas. Los miedos habían dejado espacio en mi
maleta, pero no el suficiente para tantas ofrendas altruistas, para tantas
propuestas valientes, para toda aquella Luz que iluminaría nuestro viaje hasta
casa deseando de que Sevilla nos acogiera pronto, dándote gracias por ser
testimonio de este Encuentro, por poner tus dones en nuestras manos,
consiguiendo que ese gancho nos atrapara en una aventura tan preciosa.
Gracias a todos, jóvenes
californios, jóvenes cofrades participantes en el Encuentro, compañeros y
hermanos. Gracias a mis chicos, por compartir este sueño conmigo. Gracias
Padre, por darme tanto sin merecerlo y convertirme en una Luz en tu camino.
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