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sábado, 1 de noviembre de 2014

Aún no he vuelto...

Una semana. Ya pasó una semana y no consigo volver de ese viaje. Rebatiría a esas voces que dicen, parece que fue ayer,… no logró comprenderlo, yo aún no he vuelto.  Emprendimos ese viaje con una maleta llena de miedos e incertidumbre, kilómetros que nos separaban de un lugar donde tal vez nos sintiéramos extraños, donde nuestra experiencia se sentía insegura y exaltada. Marcha Real y unas pocas oraciones a Nuestra Madre, sirvieron para caminar hacia aquel lugar que tanta expectación nos creaba, que durante tantas tardes y noches habíamos imaginado, aquel sitio que sin saberlo, nos cambiaría todo.

Estaciones pero sin penitencia, me hicieron ver que no había vuelta atrás, debíamos unir nuestros alientos y una vez más, ser uno. Ojos expectantes e inquietos que lucubraban, jugaban a fantasear qué encontrarían allí. Era bonito imaginar, era bonito recuperar la ilusión antes manchada de pánico. Díez, cinco,…un kilometro, Cartagena. En la recepción de aquel hotel se agolpaban los jóvenes procedentes de tan diversos lugares, preciosa estampa que guardo en mi recuerdo. De pronto, los nervios no fueron solo los nuestros, comenzaron a disiparse con el grupo que aguardaba en esa entrada, que al igual que nosotros, no sabían que llegarían a encontrarse, no sabían que tan solo dos días pudieran ser tan grandes.



Prisas en un desayuno que nos recordaba a cualquier día de Semana Santa antes de salir en una procesión, esta vez sin hábito, pero con al ánimo de acercar lo que somos a todos los jóvenes que allí se fueran a reunir. Mesas llenas de estampas y videos, posters y sonrisas, muchas sonrisas que todos compartían si pedir nada cambio, solo querían conocerse, solo querían intercambiar esa pasión que vive con ellos cada día.

Aquellos coloquios preparados por la organización estuvieron repletos de una veteranía que hablaba con voz propia, un momento de reflexión y formación que se fundía con el silencio atento de la sala, tan solo vulnerado por algunos aplausos espontáneos al jerezano que alentaban a acercarnos sin miedo, sin máscaras, a ser partícipes de esa enorme familia que nos uníamos en torno a Él, éramos Iglesia. Una familia humilde y trabajadora, que se entregaba en cada oración, llena de cirineos que cargábamos cada día con tu Cruz Redentora.



Todos nos buscábamos en las palabras de aquellos ponentes, todos intentábamos hacerlas nuestras. Pronto caí en la cuenta de que, como el seminarista murciano, en cierta manera todos habíamos recibido una vocación desde la Semana Santa, vocaciones destinadas a servirte de una u otra forma, todas ellas, luz del mundo. Y es que, esa luz pronto empezó a aparecer entre los participantes, comenzaba a ver como su brillo crecía en cada uno de ellos, se fundían con la de desconocidos para iluminar con más fuerza, Tu Palabra cobraba fuerza, Tu Gracia los cautivó.

Te cuento esto, Padre, porque tú me pusiste aquí, en esta mesa compartida frente a cientos de jóvenes, esperando mi turno, intentando evaporar mis miedos entre las miradas de atención de los chicos. Meses de preparación que veían con extrema lejanía lo que había llegado. Despistada por segundos recordaba como había llegado allí, recordaba la confianza puesta en mí por tantas personas, añoraba a mi padre que, a kilómetros de distancia, me recordaba que debía compartir su sueño, ya nuestro sueño. Imaginaba también a mi madre seguramente rezándote y pidiéndote que me empujarás, pero que me cuidarás desde cerca. Otros de los míos estaban sentados en la tercera fila, cuchicheaban con preocupación sin que supieran que los observaba, pero cuando su mirada se mezclaba con la mía me enviaban una sonrisa nerviosa de apoyo, todo irá bien Silvia. Mi maestro me guiaba desde el anfiteatro de la sala, me hablaba con su mirada recordándome que mi momento había llegado, era la hora de poner voces a esos ocho, de coger un micro extraño para compartir todo lo que había llevado en mi maleta, repartir toda mi ilusión y poca experiencia con cada uno de ellos, con un poco de suerte, llegaría para todos.

Siendo franca no recuerdo aquella intervención, tampoco los minutos que le siguieron, solo recuerdo aquel patio lleno de abrazos vehementes, sus besos colmados de gritos de agradecimiento, un orgullo que inundaba las miradas de los chicos de Palencia, ellos también habían estado en aquel estrado, no solo entre aquellos papeles y aquellas fotos, ellos me habían iluminado con su fuerza, ellos ya eran Luz. Una sonrisa incrédula se tatuó en mi rostro, caminaba conmigo por las calles de la ciudad romana, en cada paso, en cada encuentro cariñoso, en cada felicitación sin nombre,… Tal vez ellos te vieron en mí, tal vez ellos cogieron un poco de Tu Luz que ahora brillaba con tanta fuerza en mis adentros.

Cánticos y palmas en una comida que nos unía fervientemente, alegría de compartir nuestro entusiasmo, deseo de parar aquel instante como en esos retratos que se hacían con frecuencia. Intercambio, comunicación,… aquellas palabras que me repetían desde días atrás, cobraban un sentido especial junto a ellos, ya echándoles de menos sin haberme ido. Observantes de aquellas imágenes que nuestros hermanos californios nos enseñaban, abriéndonos las puertas de su casa con generosidad, lugar donde pude verte después de una mañana tan repleta de experiencias, tenía tanto que contarte.

Pero es que realmente, aun nos quedaba mucho por vivir, había llegado el momento de compartirlo contigo, Tú que fuiste capaz de unirnos a todos alrededor de tu mesa en un ambiente íntimo y especial, recogimiento que me recordaba al Sepulcro saliendo de la seo palentina. Incienso que aunaba los colores de nuestras medallas para estar en cada uno de nosotros de una forma tan sencilla provocándome lágrimas de emoción, de agradecimiento por poder estar compartiendo aquella Eucaristía entre hermanos, Padre, entre los que serán amigos.

Pronto llenos de júbilo, llenos de ti, compartimos aquella cena. Aquella imagen la guardaré durante muchos años, esas inmensas mesas llenas de personas que sin conocerse hablaban, compartían su trocito de Semana Santa entre platos, intentando enamorar al hermano que tuvieran de frente como si de un tonteo quinceañero se tratara. Porque estábamos viviendo la prueba más fehaciente de que “el amor mataba al egoísmo” como diría al día siguiente el Obispo de San Sebastian en la clausura del Encuentro.

No podría cerrar mi pequeña maleta, me volvía a Palencia llena de regalos a cada cual más especial, metí cada una de sus risas, guardé la devoción de sus imágenes en cada una de esas estampas junto a la ilusión de sus miradas. Los miedos habían dejado espacio en mi maleta, pero no el suficiente para tantas ofrendas altruistas, para tantas propuestas valientes, para toda aquella Luz que iluminaría nuestro viaje hasta casa deseando de que Sevilla nos acogiera pronto, dándote gracias por ser testimonio de este Encuentro, por poner tus dones en nuestras manos, consiguiendo que ese gancho nos atrapara en una aventura tan preciosa.



Gracias a todos, jóvenes californios, jóvenes cofrades participantes en el Encuentro, compañeros y hermanos. Gracias a mis chicos, por compartir este sueño conmigo. Gracias Padre, por darme tanto sin merecerlo y convertirme en una Luz en tu camino.


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